La exclusión de los judíos de la categoría de indigeneidad no es simplemente un acto de borrado histórico, sino un doble rasero. Refleja una negativa a aplicar categorías conceptuales de forma consistente cuando hacerlo validaría un grupo minoritario que desestabiliza la arquitectura ideológica de la izquierda académica. Este reconocimiento selectivo revela que gran parte de lo que se considera erudición progresista funciona menos como una crítica al poder que como una representación de clientelismo moral—una economía curada de agravios diseñada para halagar el papel del salvador blanco. Los judíos, cuya identidad indígena surge de milenios de continuidad civilizacional, transmisión ritual y apego a la tierra, son excluidos precisamente porque no se ajustan al alfabeto hegemónico y académico. Pero ser indígena no es buscar validación dentro de un ecosistema de crédito occidental impulsado por ONG, reconocimiento de donantes y prestigio académico. Es una forma de ser un Pueblo —definido a través de la memoria, continuidad y transmisión civilizacional— independientemente de si esa identidad es legible para el complejo institucionalizado antisionista.