Cuanto más mayor me hago, más me invade la nostalgia y más siento la responsabilidad de enseñar a mis hijos sobre la increíble historia que guarda este país. El Día de Acción de Gracias tiene una forma de sacar ese sentimiento a la luz. Las recetas familiares, las historias familiares, las tradiciones que han perdurado silenciosamente a través de generaciones me recuerdan que nuestra cultura solo sobrevive si elegimos transmitirla con intención. Pienso a menudo en los momentos que nos moldearon como estadounidenses. Recuerdo los fuegos artificiales del 4 de julio que iluminaban las noches de verano, las obras escolares sobre el primer Día de Acción de Gracias, los partidos de béisbol bajo las luces brillantes del estadio, las películas de Disney los fines de semana por la mañana y los barrios decorados con banderas. Pienso en las historias de la determinación de Washington, el liderazgo firme de Lincoln y la visión del Dr. King que movió a una nación. Pienso en el valor de los soldados que lucharon lejos de casa, la fortaleza de las familias que construyeron vidas desde cero, y la creencia de tantos que el trabajo duro podía crear un futuro mejor. Estos recuerdos vivieron en nuestra infancia y moldearon nuestra identidad como país. No son cosas pequeñas. Son las piezas de una historia compartida que nos dio un sentido de pertenencia. Pero la cultura no está garantizada. Solo vive cuando le enseñamos, lo protegemos y contamos las historias que nos han moldeado. Y no podemos permitir que una generación crezca creyendo que América es algo a lo que resentirse. Les debemos un sentido de orgullo, un sentido de comprensión y una conexión con los sacrificios y las esperanzas que construyeron este país. Este Día de Acción de Gracias, eso fue en lo que me encontré pensando y agradecido. La historia que nos ha moldeado, los valores que heredamos y la responsabilidad que llevamos para asegurarnos de que la próxima generación conozca la belleza del país del que viene.