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Un techo de habilidad es la máxima profundidad de maestría que un deporte permite.
El squash tiene uno inusualmente alto.
Recompensa la anticipación sobre la reacción. La decepción sobre la potencia. El control sobre el caos. Dos jugadores pueden estar igualmente en forma y el mejor jugador de squash desmantelará al otro simplemente al ver el juego antes.
Esa profundidad es su regalo y su maldición.
El squash fue inventado en el siglo XIX en Inglaterra cuando los estudiantes descubrieron que una pelota blanda y perforada creaba un juego más rápido y táctico dentro de cuatro paredes. Ese accidente produjo uno de los juegos más exigentes que los humanos han creado.
Una vez que lo entiendes, el squash se vuelve obsesivo. No llegas a un estancamiento. Simplemente ves más lejos. El movimiento desbloquea golpes. Los golpes desbloquean posiciones. La posición desbloquea presión psicológica. Todo se acumula.
Crecí dentro de esa caja.
Fui campeón junior australiano. Fui seleccionado para el equipo nacional de talentos para la primera aparición del squash en los Juegos de la Commonwealth. Durante un tiempo, fui una verdadera promesa.
Y luego renuncié.
No porque dejara de amar el juego.
Sino porque no había futuro en él.
Sin audiencia. Sin dinero. Sin visibilidad. El squash era invisible a menos que estuvieras dentro de la sala.
Durante décadas, sobrevivió de todos modos.
Desde la década de 1950 hasta la de 1980, el squash vivió dentro de escuelas, universidades, clubes y torres de oficinas. Las ciudades densas podían permitirse extrañas salas de un solo propósito. A los ejecutivos les encantaba porque era brutal, eficiente y honesto.
Luego la tierra se volvió cara.
Una cancha de squash requiere espacio, altura y compromiso. No se puede reutilizar fácilmente. Los gimnasios querían pisos abiertos. Los desarrolladores querían apartamentos. Las instituciones querían flexibilidad....

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