En la década de 1870, Heinrich Schliemann, un empresario convertido en arqueólogo, se atrevió a tomar la Ilíada de Homero al pie de la letra y se fue a buscar la ciudad perdida de Troya. La academia se rió de él, insistiendo en que Troya era un mito puro y Schliemann un tonto romántico. Pero la pala de Schliemann dio con las ruinas de la antigua Troya, obligando a los académicos a admitir que la guerra de la Edad del Bronce de Homero tenía una base en la realidad. De manera similar, Ignaz Semmelweis en 1847 observó que el lavado de manos por parte de los médicos reducía drásticamente las muertes por fiebre puerperal. En lugar de ser aclamado, Semmelweis fue vilipendiado por sus colegas, sus afirmaciones ofendieron a los médicos senior que lo tomaron como un insulto sugerir que sus manos sin lavar propagaban "partículas cadavéricas" invisibles. Fue acosado fuera de su trabajo y eventualmente llevado a un asilo, donde murió golpeado por los guardias. Décadas más tarde, la teoría germinal demostró que tenía razón, pero para entonces Semmelweis ya no estaba. Estos precedentes ilustran cómo la inercia institucional y el ego pueden cegar a los expertos ante datos que no se ajustan a su narrativa aceptada.